viernes, 29 de abril de 2016

CAPITULO 2

A luz del dormitorio de Angélica y Andrea se encendió cuando Angie daba marcha atrás con su coche.
·         Buenas noches
Dijo para sí misma
·         Que soñéis con los angelitos. Y con vuestro papá, que está más raro... -añadió, riendo.
Angie sabía que era el aniversario de su boda. Sabía que habrían hecho diecisiete años si Ally hubiera sobrevivido al cáncer. Por eso se llevó a las niñas de compras. Para que Nicola pudiera estar solo. Y para que pudiera llorar si quería. El pobre tenía derecho. Ally, Nicola y ella habían sido compañeros de universidad y consiguieron trabajo en el mismo colegio, pero ella se puso enferma y tuvo que dejarlo pocos años después. Estuvo enferma durante mucho tiempo, luchando contra su mal, pero jamás perdió el buen humor. Ni el cariño de su marido.
Angie había esperado encontrarlo triste cuando volvió con las niñas, pero lo encontró más bien raro. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué la miraba con esa expresión tan extraña?...Sacudiendo la cabeza, tomó la autopista que bordeaba el mar para dirigirse a casa. La casita, que había heredado de su abuela, estaba en primera línea de playa. Durante años las inmobiliarias habían intentado comprársela, pero ella nunca quiso vender. No estaba interesada en el dinero. Solo le interesaba tener un hogar que fuera acogedor y seguro para su hermana Amy.
Cuando llegó empezaba a anochecer, pero las farolas de la calle estaban encendidas. Además, era un vecindario muy tranquilo en el que nunca pasaba nada.
Después de aparcar, Angie salió del coche con la mochila al hombro. Dentro, llevaba un montón de libros para preparar la clase del día siguiente. La casa no era muy grande, solo tenía un salón que hacía las veces de comedor, una cocina, dos dormitorios y dos cuartos de baño. Pero lo más bonito era el porche trasero, que su abuelo había acristalado. Incluso en invierno era un sitio cálido y agradable, para las plantas, casi como un invernadero. El jardín estaba muy cuidado, con flores por todas partes. Incluso en aquel momento, en septiembre, cuando los días empezaban a ser más cortos, seguía lleno de rosas.
Angie tiró la mochila sobre el sofá y fue a casa de su vecina. Como siempre, entró sin llamar. En el salón podía oír las noticias sobre el conflicto en Oriente Medio.
·         Me toca tirar el dado -oyó decir a la anciana señora Cannon.
·         No vale. He ganado yo -protestó Amy.
Angie y la señora Cannon no tenían problemas para entender a Amy, pero a algunas personas les resultaba difícil. Amy tenía el síndrome de Down y era necesaria cierta paciencia para entenderla.
·         ¡Angie! -la saludó su hermana, tan alegre como siempre.
Amy y la señora Cannon estaban jugando al parchís, con la televisión puesta, aunque no estaban prestando atención a las noticias.
·         Hola, cielo.
·         He ganado, Angie. Mira, he ganado. La señora Cannon dice que soy la mejor jugadora de parchís del barrio.
La señora Cannon, una mujer de cabello gris, se levantó con el tablero en la mano.
·         Eres la mejor que conozco -dijo, sonriendo.
Que se quedara con Amy hasta que ella volviera del colegio era un regalo del cielo. La señora Cannon no salía de casa y le encantaba quedarse con su hermana por las tardes.
·         ¿Nos vamos a casa? Son casi las nueve y tengo que repasar los deberes.
·         Y yo tengo que ducharme. Mañana trabajo.
Angie sonrió…Amy trabajaba en el colegio ayudando a las ordenanzas. Contratarla había sido un detalle por parte de Nicola. Antes del colegio, trabajaba en un taller con otros chicos con problemas parecidos al suyo, pero era un trabajo que le aburría. En el colegio solía llevar las cosas al almacén, comprobar que el patio quedaba limpio después del recreo y hacer pequeños recados de clase en clase. Además, le encantaban los niños. Y los niños la querían mucho. Todo el mundo la quería y la hacía sentir importante. Su único pariente era un hermano que vivía en Oregón, de modo que la familia de las Arizaga eran los niños y los profesores del colegio.
·         Gracias por pasar la tarde con Amy, señora Cannon -sonrió Angie.
·         De nada. Ya sabes que me encanta su compañía
Sonrió la mujer
·         Amy hace que me sienta joven.
·         Muy bien. Hasta mañana.
·         Hasta mañana, señora Cannon -se despidió Amy.
·         Buenas noches, hija.
Su hermana salió corriendo, como siempre. Nunca iba andando si podía correr.
·         Qué frío hace.
·         Frío no, fresco
Sonrió Angie
·         Estamos en septiembre, Amy. ¿Ves esos árboles? Están empezando a perder las hojas porque ha llegado el otoño.
·         Y ya podemos comprar calabazas.
·         Eso es. Y manzanas para hacer sidra -dijo Angie, abriendo la puerta de su casa.
·         Y luego viene Halloween.
·         Muy bien. Buena memoria, amiga.
·         Y podemos disfrazarnos de fantasmas -rio Amy, con la alegría de un niño.
·         Bueno, a la ducha -ordenó Angie.
·         ¿Me vas a leer un cuento?
·         Amy, es muy tarde.
·         ¿Por favor?
Le rogó su hermana
·         Por favor, Angie, por favor. Un cuento muy cortito.
·         De acuerdo, pero ahora mismo a la ducha. Con jabón y champú.
·         Vale.
·         ¿Qué cuento quieres?
·         El del gato con botas -iba diciendo Amy mientras entraba corriendo en el cuarto de baño.
·         Ese no. Lo leímos anoche -protestó Angie.
Pero se lo leería. Haría cualquier cosa por su hermana. Mientras esperaba en la cocina que terminase de ducharse, pensó en Nicola, que la había mirado como si fuera una completa extraña…Hombres.
·         Buenos días, Catherine -sonrió Angie a la mañana siguiente.
·         Buenos días, señorita Arizaga.
Angie sonrió mientras encendía la fotocopiadora. En el colegio todo el mundo se llamaba por el nombre de pila. Todo el mundo, excepto Catherine Oberton, que insistía en llamar a los profesores por su apellido. Era la secretaria de Nicola desde hacía un año, pero seguía llamándolo señor Porcella. En ese momento, Nicola entraba en la oficina.
·         Buenos días -lo saludó Angie.
El la miró, como sorprendido. Tenía una expresión tan rara que Angie soltó una carcajada.
·         ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?
Nicola se pasó una mano por la corbata. Solía llevarla roja, pero aquel día era de flores.
·         Sí, claro.
Cuando iba a darse la vuelta se tropezó con la papelera y Angie intentó sujetarlo. Como si pudiera sujetar a un hombre que medía casi un metro noventa.
·         ¡Cuidado!
Él se puso como un tomate.
·         Perdona -murmuró, antes de salir de la oficina.
¿Qué le pasaba? Nicola Porcella nunca se tropezaba con nada, nunca iba despeinado, nunca metía la pata...Sorprendida, Angie se volvió hacia la fotocopiadora para terminar el trabajo. Sus niños, con uniforme de camisa blanca y pantalón o faldita de cuadros verdes, estarían esperándola ansiosos para ver las fotografías que había llevado. Cuando pasó por delante del despacho para volver a su clase, Nicola estaba sentado frente a su escritorio, anotando algo en un papel con expresión pensativa.
·         ¿Te pasa algo?
Él se sobresaltó.
·         No, nada.
·         ¿Las niñas están bien?
·         Estupendamente.
·         Vale. Si necesitas algo, dímelo.
·         Sí, claro -murmuró Nicola, enfrascándose de nuevo en el papel como si le fuera la vida en ello.
A Angie le pareció raro que no la mirase a los ojos. Siempre habían sido buenos amigos y cuando Ally murió se acercaron mucho más. Nicola Porcella no era la clase de hombre que llora sobre el hombro de nadie, pero sabía que podía confiar en ella.
Su comportamiento era muy raro...Cuando por fin desapareció, Nicola se sujetó la cabeza con las dos manos. No podía creer que hubiera tropezado con una papelera, como un crío. No podía creer que Angie Arizaga lo afectara de aquella forma.
Eran amigos de toda la vida. Pero aquella noche no había dormido bien. Sus sueños estuvieron poblados de imágenes extrañas...Ally y Angie en la playa, llamándolo. Ally sentada frente a él, delante de una hoguera. Pero cuando le ofreció una copa de vino, quien la aceptaba era Angie. El sueño era tan real que seguía sintiendo el calor de su mano al tomar la copa. Seguía oliendo su perfume, un perfume que llevaba siempre y que era muy peculiar. El sueño lo había hecho sentir como un canalla. Nunca había pensado en otra mujer y eso lo asustaba. Angie estaba en su sueño, pero había algo más...un deseo físico sorprendente, inusitado. Con la cara roja de vergüenza, Nicola se levantó de la silla.
·         Los anuncios del día -le recordó Catherine, su secretaria.
Catherine Oberton llevaba una falda por debajo de la rodilla y una blusa abrochada hasta el cuello. Siempre iba vestida como si fuera mucho mayor de lo que era...pero le gustaba tontear con él. Descaradamente.
·         Gracias, Catherine. ¿Tienes las faltas de asistencia?
Ella parpadeó. Era un gesto tan descarado que Nicola tuvo que contener una risita.
·         Los he dejado sobre su escritorio, señor Porcella.
Solía tratarlo como si fuera un renombrado neurocirujano en lugar de un simple director de colegio. Seguramente, lo hacía para que se sintiera importante. Nicola leyó los anuncios del día por el altavoz, como siempre, terminando con la cita de un famoso autor. A veces las citas eran de carácter serio, otras simpáticas. A veces trataban de algún tema concreto, otras sobre generalidades de la vida. Pero siempre eran lecciones valiosas para los niños. Cuando terminó, salió de su oficina seguido por los devotos ojos de Catherine y echó un vistazo por los pasillos como hacía cada mañana. El resto del día lo pasó atendiendo la oficina y pensando en lo que Ally había dicho sobre Angie.
Fue a una conferencia y pensó en Angie. Se sentó frente a su escritorio, aparentando estar haciendo su trabajo...mientras pensaba en Angie. Eran casi las tres cuando salió de su despacho, sin propósito alguno más que cambiar de ambiente. Quizá si daba un paseo podría olvidarse de ella. Pero no podía dejar de oír la voz de su difunta esposa, diciendo que debía casarse con Angie Arizaga.
«QUIERO QUE SALGAS CON ANGIE. YO CREO QUE NO SERÁ DIFÍCIL QUE TE ENAMORES DE ELLA. QUIERO QUE TE CASES CON ANGIE, NICOLA».
Era completamente absurdo y él lo sabía. El problema era que, al final de la cinta, Ally lo había hecho prometer que lo intentaría. Lo había hecho prometer que, al menos, saldría con ella a cenar. Nicola no tenía intención de hacer promesa alguna a ese respecto, pero la segunda vez que vio la cinta, con las niñas ya dormidas, la promesa había salido de sus labios. Sin pensar, murmuró:
«TE LO PROMETO, ALLY».
Y una promesa es una promesa. Obviamente, por eso había tenido aquel sueño. Por eso no podía dejar de pensar en Angie. Porque se lo había prometido a su mujer. La lógica respuesta a su inquietud era invitar a Angie a cenar y después volver a casa, poner la cinta y decirle a Ally cara a cara que no había nada entre ellos, más que una buena amistad. Que no había química. Su esposa lo entendería. Nicola pasó por delante de la enfermería del colegio y fue directamente hacia la clase de párvulos. Hacia la clase de Angie, como si fuera un imán. Dio la vuelta a una esquina...y casi se chocó con ella, que estaba en el pasillo colocando unos dibujos en la pared.
·         Hola, Nicola.
·         ¿Qué haces?
Preguntó él, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón porque no sabía qué hacer con ellas. De repente, sus brazos eran largos apéndices que no servían para nada más que para hacerlo sentir incómodo delante de Angie.
·         Colgar las acuarelas de mis niños. ¿Te gustan?
·         Sí -contestó Nicola, sin mirarlas.
·         He llamado para pedir un ordenador, pero siguen dándome largas. Dicen que los profesores no pueden pedir material, solo «el jefazo». Tú eres el jefazo, ¿no?
Aquel día, Angie llevaba el pelo sujeto con una trenza, como solían llevarlo sus hijas. Pero a Angie la trenza no le quedaba como a sus hijas. No, en ella era...MUY PERO MUY SEXY.
·         ¿Necesitas un ordenador?
·         Todo ser humano, tenga la edad que tenga, necesita un ordenador. Y quiero que mis niños empiecen a utilizarlo.
·         Muy bien. Llamaré mañana.
·         Vale -sonrió ella, sin dejar de colocar las acuarelas.
Dentro de la clase, Nicola oía reír a los niños, preparados para volver a casa. Oía la voz de Martha, la ayudante de Angie, dando instrucciones para que se pusieran en fila. Y si quería invitarla a cenar tenía que decidirse, pensó.
·         Oye...
·         ¿Ariana ha encontrado la revista de música que quería?
·         Ariana no debería leer revistas de música. Debería estar leyendo El crisol, de Arthur Miller…Yo lo leí cuando estaba en el instituto
La una frase lo murmuró Nicola, nervioso
·         Angie...
·         ¿Sí?
·         ¿Quieres que cenemos juntos el viernes?
·         Vale.
No había sido tan difícil, pensó Nicola.
·         Estupendo. Nos vemos a las nueve en el restaurante francés que tanto te gusta, ¿de acuerdo?
No tenía valor para ir a buscarla a casa. Eso sería...como una cita de verdad.
·         Muy bien. A las nueve.
·         Ya sabes, cada uno en su coche. Por si acaso debo volver a mi casa corriendo.
·         A lo mejor soy yo quien quiere salir corriendo -sonrió Angie entonces.
Nicola carraspeó, nervioso. En ese momento se abrió la puerta del aula y Martha apareció con un montón de niños tras ella.
·         Bueno, me voy. Tengo que acompañar a mis chicos al autobús.

Angie se fue por un pasillo y Nicola se fue por otro. Pero aquella vez tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón porque quería. Además, iba silbando. Era la primera vez que silbaba en mucho tiempo.

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