sábado, 4 de marzo de 2017

CAPITULO 1

Durante un momento, creyó haber oído mal. O eso, o se estaba volviendo loca debido a que sus tontos sueños de amor acababan de recibir un golpe mortal. Angie, que estaba sustituyendo a la recepcionista durante su hora del almuerzo, miró a su jefe con incredulidad. Intentó no pensar en la carta arrugada que había al fondo de su bolso ni en el vapuleo que había sufrido su autoestima y que la había dejado sintiéndose herida y solitaria. 
—Disculpa 
Se aclaró la garganta, preguntándose si le estaba tomando el pelo. 
—Por un segundo he creído que decías... 
—¿Un príncipe? Lo he dicho 
Dijo Rupert con una mueca de superioridad, exagerando su acento inglés de clase alta. Hizo una pausa. 
—Un príncipe va a honrar nuestro hotel con su presencia. ¿Qué te parece eso, Angie? 
—¿Un príncipe? 
Repitió Angie, incrédula. 
—El príncipe Nicola de Zaffirinthos 
La miró con desdén. 
—Está claro que tú no habrás oído hablar de él. 
Angie se mordió la lengua. Que fuera una camarera de hotel sin más cualificaciones no implicaba que no pudiera reconocer el nombre de un miembro de la familia real inglesa o incluso de un país extranjero. Sin embargo, Rupert, maldito fuera, tenía razón. Aunque procuraba estar al día en temas de actualidad leyendo periódicos y libros, Zaffirinthos parecía haber escapado a su radar. 
—No 
Contestó Angie 
—La verdad es que no. 
—Yo te informaré. Es el segundo en la línea dinástica de un reino insular, jugador de polo de fama mundial y amante de las mujeres bellas 
Rupert hinchó el pecho. 
—De hecho, el huésped más importante que hemos tenido nunca. 
Angie estrechó los ojos, confusa porque algo no cuadraba. Ambos sabían que los huéspedes importantes eran escasos y no se prodigaban, a pesar de que muy cerca había un club de polo famoso y varios criaderos de caballos. Pero también había hoteles muy superiores al suyo. No podía imaginar por qué razón un príncipe elegiría alojarse en el suyo. Antes de convertirse en hotel había sido una elegante casa privada, cierto, pero la mala gestión de Rupert y la escasez de clientes habían tenido como consecuencia la decadencia del edificio y los jardines y eso no resultaba atractivo para la gente importante. 
—¿Por qué? Es decir, ¿por qué viene aquí? 
La sonrisa de Rupert se desvaneció. 
—El porqué no es asunto tuyo
Miró a su alrededor para comprobar que no había moros en la costa y se inclinó hacia ella. Era obvio que se moría de ganas de contarlo. 
— Bueno, no lo repitas, pero va a trasladarse aquí desde Nueva York y está a punto de completar la compra del Club de Polo Greenhill. 
Angie abrió los ojos de par en par. Pensó en la enorme y valiosa propiedad donde se encontraba el prestigioso club, que atraía a celebridades de todo el mundo durante la temporada de polo. 
—Debe de valer una auténtica fortuna —Dijo 
—Por una vez tienes razón, Angie. Pero eso no será problema. Este hombre no sólo es un príncipe de sangre azul, además es impresionante mente rico 
Rupert estrechó los ojos, calculador. 
—Por eso, habrá que hacer algunos cambios antes de que llegue con su séquito. 
—¿Cambios? 
Preguntó ella, intentando ocultar su alarma. Llevaba suficiente tiempo trabajando para Rupert para intuir cuando se avecinaban problemas. 
—¿Qué clase de cambios? 
—Para empezar, vamos a tener que arreglar las zonas públicas para acomodar a un hombre de su calibre. Necesitarán una mano de pintura, en especial los aseos de la planta baja. He contratado a una empresa de decoración para que empiece a trabajar mañana a primera hora. 
—¿Tan pronto?
Angie lo miró, atónita. 
—Sí, tan pronto. Dentro de un rato vendrá alguien a tomar medidas y tendrás que enseñárselo todo.
Afirmó Rupert. 
—El príncipe llega la semana que viene y hay mucho que hacer para estar a la altura de sus expectativas. Por lo visto, sólo utiliza sábanas de algodón egipcio y tendré que pedirlas a Londres. Ah, una cosa más. 
La recorrió con la mirada de una forma que Angie siempre había considerado ofensiva pero que había aprendido a ignorar, igual que otras muchas cosas. Ningún trabajo era perfecto. 
—¿Qué? 
Preguntó con aprensión. 
—Tendrás que hacer algo respecto a tu apariencia. Todo el personal necesita mejorar, pero tú más que nadie, Angie. 
Era una crítica que le había hecho más de una vez. Pero Angie se conformaba con lavarse con agua y jabón y pasarse un cepillo por el rebelde cabello castaño. Era camarera de habitaciones y se levantaba demasiado temprano para perder el tiempo en tonterías, además, había sido criada por su tía abuela, una mujer firme que despreciaba el maquillaje y le había inculcado sus creencias. Angie odiaba que Rupert a veces le hiciera sentirse como media mujer. 
«Te critica porque le divierte hacerlo. Y porque no ha superado el hecho de que una vez lo rechazaras», pensó. 
—¿Qué pasa con mi apariencia? 
Preguntó. 
—¿De cuánto tiempo dispones para oírlo todo? 
Rupert, burlón, se apartó el mechón de pelo que le caía sobre la frente. 
—El príncipe es un experto en cosas bellas y más aún cuando se trata de mujeres. Aunque no espero un milagro, me gustaría que te esforzaras un poco mientras esté aquí. Algo de maquillaje estaría bien para empezar. Y recibirás un nuevo uniforme. 
A la mayoría de las mujeres les habría gustado recibir un uniforme nuevo, pero Angie vio algo en los ojos de Rupert que la inquietó. Empezó a sonrojarse, desde el cuello hasta el inicio de los senos, que siempre habían sido demasiado exuberantes para su delicada estructura ósea. —Pero... 
—No hay «pero» que valga. Soy el jefe, Angie. Lo que yo digo va.
Angie se mordió el labio y contempló a Rupert alejarse de la zona de recepción con su habitual aire melodramático. Sabía que llevaba demasiado tiempo en ese trabajo y a veces se preguntaba si tendría el coraje de marcharse. Pero la familiaridad era un vínculo poderoso para las personas emocionalmente inseguras, además, era el único sitio en el que había trabajado. Había llegado a ese pueblo como huérfana para quedar al cuidado de su tía abuela, una soltera que no sabía cómo tratar a una niña desconsolada. 
Angie había echado mucho de menos a sus padres y a menudo lloraba por las noches. Su tía abuela, aunque con buena intención, había sido muy estricta con ella, inculcándole las virtudes de llevar una vida sana, acostarse pronto y leer muchos libros. Pero Angie la había decepcionado en cierta medida. No era una niña con dotes académicas y no había destacado en nada excepto en clase de cocina y en su trabajo en el jardín de la escuela. Cuando su tía abuela enfermó, Angie la había cuidado con gusto, deseando compensar de alguna manera su bondad. Tras su muerte había experimentado la misma desgarradora sensación de soledad que había sentido con la de sus padres. 
Había aceptado el trabajo como camarera de habitaciones en el hotel de Rupert como algo temporal, mientras decidía qué quería hacer con su vida. Había supuesto un refugio de los crueles golpes de la vida. Pero los días se habían convertido en meses, semanas y años, hasta que había conocido a Peter, un clérigo en prácticas. La amistad se había transformado en romance. Peter había sido su santuario, cuando le pidió que se casara con él, Angie había aceptado. Veía ante sí un futuro sencillo y feliz, con un hombre recto que la amaba. Al menos, eso había dicho. Peter había aceptado un trabajo en el norte y el plan era que se reuniera con él a fin de año. Pero el día anterior había llegado la carta que había destruido sus esperanzas y sueños. La carta que decía: 
«Lo siento, Angie, pero he conocido a otra mujer y está embarazada...» 
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que sólo un leve movimiento la alertó de que alguien se acercaba al mostrador de recepción. Un hombre. Angie se irguió y automáticamente, forzó una sonrisa de bienvenida. Y se quedó helada. Fue uno de esos extraños momentos que ocurren una vez en la vida, con suerte. La sensación de ser absorbida por una mirada tan intensa que parecía estar devorándola. Deslumbrada, contempló el par de ojos más asombrosos que había visto nunca. Ojos como el mar, puro y armonioso, pero con un matiz subyacente que era metálico y frío. Angie apretó los puños. 
No pudo evitar contemplar el resto de su rostro: rasgos arrogantes y altivos, que parecían tallados en una pieza de metal; labios curvados y llenos, burlones y sensuales, pero también duros y obstinados. Tenía el cabello oscuro y fosco, la piel blanca y resplandeciente de salud y vitalidad, como si acabara de realizar un gran esfuerzo físico. Era alto y de espalda ancha, fuerte pero sin un gramo de grasa, como demostraba la camiseta que se pegaba a cada músculo y tendón. El torso se estrechaba hacia unas caderas estrechas y las piernas más largas que ella había visto en su vida. Unas piernas embutidas en unos vaqueros manchados de barro, tan desteñidos y viejos que se amoldaban a su carne como una segunda piel. 
Angie tragó saliva. Tenía el corazón desbocado y la garganta cerrada como si alguien se la estuviera apretando. 
—Me...me temo que no puede entrar aquí con ese aspecto, señor 
Se obligó a decir. Nicola la estudió, pero no con tanta atención como ella lo había estudiado a él. Había notado cómo oscurecían sus pupilas y sus labios se entreabrían con deseo inconsciente. Estaba acostumbrado a tener ese efecto en las mujeres, incluso cuando llegaba de una larga cabalgata, como era el caso. Su tartamudeo tampoco era inusual, aunque solía producirse cuando él estaba cumpliendo con sus deberes oficiales y la gente se dejaba apabullar por el protocolo del evento. Lo más importante era que no lo había reconocido, eso seguro. Tras una vida de idolatría y halagos, era un experto en el anonimato y en calar a la gente que simulaba no reconocerlo. Rápidamente, la miró de arriba abajo. Era castaña, diminuta y tenía los pechos más magníficos que había visto en mucho tiempo. Ni siquiera la poco favorecedora bata blanca conseguía ocultar su firmeza. Parecían demasiado grandes para su estructura ósea, pero su ojo experto le hizo pensar que eran naturales. 
—¿Con qué aspecto? 
Le preguntó a Angie se le secó la boca. Hasta su voz era para morirse. Profunda y rica como la melaza, con un deje cautivador. Tenía un acento que no había oído nunca antes. Cada sílaba sonaba a poema. 
«Por Dios, no seas idiota», pensó. «Que tu prometido te haya dejado no te obliga a comportarte como una vieja solterona ni a desear a hombres que no te mirarían dos veces». Pero no pudo controlar el tronar de su corazón. 
—Con aspecto... aspecto de... 
No supo qué decir. Tenía aspecto peligroso, eso era. Pinta de ser un mujeriego empedernido que había dejado la moto aparcada afuera y ella sabía bien lo que opinaba Rupert de alojar a moteros en su hotel.  «Líbrate de él. Recomiéndale el motel del pueblo. Y hazlo rápido, para no seguir pareciendo tonta». 
—Me temo que nuestros huéspedes deben ir correctamente vestidos, elegantes dentro de la informalidad 
Repitió rápidamente una de las directrices de Rupert. Vio que él curvaba los labios con sorna. —Es... es una de las normas. 
Nicola casi se echó a reír al oír la pomposa restricción, pero decidió aprovechar la oportunidad de divertirse un poco más. 
—¿Una de las normas? 
Repitió, burlón. 
—Una norma muy anticuada, en mi opinión. 
Angie se atrevió a poner las manos sobre el mostrador y volverlas hacia arriba, con un gesto de impotencia. Ella estaba de acuerdo con él, pero Rupert seguía anclado en el pasado. Quería formalidad y ostentosos símbolos de riqueza, no a gente que entrara en su hotel con la ropa manchada de barro. Sin embargo, dada la escasez de clientes, le convendría pensárselo mejor. 
—Lo siento 
Dijo con voz suave. 
—Pero no puedo hacer nada. La normativa es muy estricta. 
—¿Ah, sí? 
Murmuró él, mirando sus ojos 
— ¿Y no hacen ninguna... excepción? 
Ella se preguntó cómo podía hacer que una pregunta sencilla sonara tan... tan... Con la boca seca, negó con la cabeza. Sin duda, la mayoría de la gente estaría encantada de hacer excepciones por él. 
—Me temo que no. Ni siquiera por los clientes. 
Alzó los hombros con gesto de disculpa y eso hizo que él se fijara en el movimiento de sus gloriosos senos. Inesperadamente, Nicola sintió una punzada de lujuria. No había mayor tentación que una mujer que respondiera a él como hombre, en vez de como príncipe. Apoyó un codo en el mostrador que los separaba y se inclinó hacia ella con una sonrisa de conspiración. 
—¿Y qué harías si te dijera que no soy un cliente? 
A Angie le dio un vuelco el corazón. De cerca, exudaba una masculinidad tan pura que le estaba provocando un cortocircuito cerebral. No sabía qué le ocurría. Se esforzó por ordenar su mente. En realidad la respuesta no la había sorprendido, no parecía un huésped del hotel. —Entonces... ¿no lo es? 
—No
Hizo una pausa mientras pensaba en quién le gustaría ser. En qué piel le gustaría meterse para contar con un breve momento de libertad absoluta. Era un juego que había practicado mucho de joven, cuando estudiaba en la universidad en Europa y que había vuelto locos a sus guardaespaldas. A Nicola, príncipe Nicola Emilio Porcella Solimano de Zaffirinthos, le encantaba mantener el incógnito siempre que era posible. El anonimato era su bien más escaso y preciado. Le gustaba jugar a una vida que nunca sería suya durante más de unos minutos. Adoraba ser juzgado como cualquier otro hombre: por su apariencia, talante y forma de expresarse. Quería probar ese mundo en el que la química tenía más valor que el privilegio. Daba igual que dos guardaespaldas armados lo esperaran afuera en un coche blindado y otros dos merodearan por los alrededores. Mientras esa mujer siguiera desconociendo su identidad, podía simular que era un hombre cualquiera. 
—No, no soy un huésped 
Dijo, sincero, de repente, Angie comprendió la verdad y se preguntó cómo podía haber sido tan obtusa. 
—¡Claro! Eres el pintor—decorador 
Sus labios se curvaron con una amplia sonrisa. 
— Has venido a medir los lavabos. 
Nicola estrechó los ojos ante esa indignante suposición, pero no podía culparla por hacerla. Estaba a punto de echarse a reír cuando ella se levantó de la silla, quedó cautivado por su lujurioso y pequeño cuerpo y la calidez de su sonrisa. No recordaba la última vez que alguien le había sonreído así o tratado como a un hombre en vez de como a un miembro de una de las casas reales más adineradas de Europa. Cuando iba del club de polo al hangar donde lo esperaba su avión privado, había decidido hacer una parada. Aún sudoroso tras una larga cabalgata, había sentido curiosidad por ver el hotel antes de que lo acondicionaran para su visita oficial. Pero empezaba a pensar que tal vez una mano invisible y benévola lo había guiado allí para que una mujer de baja clase social, desconocedora de su identidad, despertara su instinto sexual más básico. 
—Cierto 
Dijo, intentando ocultar otra oleada de lujuria. 
—He venido a medir los aseos. 
—Bien. Rupert me ha dado instrucciones para que te lo enseñe todo. 
Nicola sonrió. No tendría que lidiar con el inglés esnob que le ponía los nervios de punta. El asunto mejoraba por momentos. 
—Perfecto —dijo. 
Angie sintió que su corazón se saltaba un latido cuando él volvió a recorrerla con la mirada. Recordó la carta que tenía en el bolso y aun así, supo que ningún hombre había conseguido que se sintiera como en ese momento. Ni siquiera Pete, ¡el hombre al que había creído amar lo suficiente como para casarse con él! En su mente aleteó la idea de si lo que estaba sintiendo podría ser amor. 
«Por Dios, Angie. ¿Es que has perdido la cabeza? Acabas de conocerlo. No sabes nada de él. Es un desconocido que sabe bien lo atractivo que es. Y si va a trabajar aquí no puedes derretirte a sus pies cada vez que te lance una de esas curiosas y arrogantes miradas», se recriminó. 
—Por favor, sígueme 
Le dijo con una sonrisa. Nicola intentó imaginarse cómo reaccionaría un pintor—decorador en esa situación. En especial, uno hechizado por la belleza de una mujer tan diminuta. Seguramente flirtearía un poco. Más aún después de cómo ella lo había mirado, igual que una gata hambrienta miraba un plato de comida. Se preguntó si estaría tan deseosa de sexo como él. 
—Me encantará hacerlo 
Murmuró, Angie salió de detrás del mostrador e inmediatamente, deseó no haberlo hecho. Estando junto a él se sentía expuesta, demasiado consciente de su altura y de su musculoso cuerpo. Sabía muy poco de hombres, pero hasta ella tenía claro que el aura sexual de ése tenía un nombre: peligro. Y en caso de peligro, lo mejor era poner distancia y mantenerla. 
—Vamos —dijo. 
—Hum. Sí 
Aceptó él con voz sensual. Observó el seductor bamboleo de su cuerpo guiando el camino. Era realmente diminuta, como una Venus de bolsillo y sus curvas conferían un gran atractivo a su trasero. Sabía, por ex novias que asistían a pases de moda internacionales, que la ropa quedaba mejor en mujeres como palos, sin pecho o caderas, pero acababa de comprender que ella era ese tipo de mujer que mejoraba desnuda. Angie intentaba andar con normalidad, cosa difícil cuando sentía esa mirada clavada en su espalda. Decidió dejar los aseos para el final porque sería embarazoso tener que inclinarse para mostrarle la pintura cuarteada de detrás de las cisternas. Se detuvo ante unas puertas dobles, las empujó para abrirlas y entró en una gran sala de techos altos. 
—Esta es la sala formal, donde a veces los huéspedes toman el café después de cenar 
Dijo, animada. 
—No se ha utilizado mucho últimamente. 
—Ya lo veo
Comentó Nicola, captando de un vistazo el aspecto general de abandono. Los muebles estaban demasiado gastados para conferir un aspecto «chic y elegante» y la araña del techo tenía polvo de varios meses. Angie notó que la miraba y para su horror, vio una telaraña enorme en la parte inferior de la lámpara. 
—Es... difícil de limpiar incluso con un plumero largo 
Se disculpó. 
—Lo haría yo, pero soy un poco pequeña. 
De eso no hay duda 
Los ojos azules la miraron de pies a cabeza, deteniéndose en cada curva. 
—Y supongo que no eres la encargada de la limpieza, ¿verdad? 
Preguntó con voz seca. 
—Eh, no. Soy... 
Lo miró preguntándose si lo que iba a decir haría que perdiera el interés. 
—Soy camarera del servicio de habitaciones. 
«Servicio de habitaciones» Nicola estuvo a punto de gemir en voz alta, porque en su mente se dibujó una cama grande y suave con ella dentro, no haciéndola. Ese voluptuoso cuerpo hundiéndose entre sábanas blancas, con él encima. Hacía años que no experimentaba una imagen erótica tan poderosa. 
—¿En serio? 
Murmuró. 
—Debe de ser un trabajo muy interesante, ¿no? 
Angie, suspicaz, estrechó los ojos. Se preguntó si se estaba riendo de ella, su trabajo, aunque imprescindible, tenía estatus cero. Decidió concederle el beneficio de la duda. 
—Bueno, tiene sus momentos 
Admitió con una sonrisa. 
—¡No te creerías las cosas que se dejan los huéspedes a veces! 
—¿Como qué? 
—No puedo decirlo 
Apretó los labios con recato. 
—Una camarera leal 
Murmuró él. Se rió. 
—Discreción profesional 
Dijo ella
—Al menos es un trabajo que me da mucho tiempo libre. 
—Supongo que eso tiene sus ventajas 
Contestó y pensó que ella no le habría hablado con tanta naturalidad si hubiera sabido quién era en realidad. 
—Sí
Abrió la boca para hablarle del terreno que rodeaba al hotel, de todos los lugares secretos en los que era posible soñar despierto y del paraíso aromático que había creado en su propio y pequeño jardín, pero cambió de opinión. 
«Vete antes de quedar como una tonta de nuevo. Un hombre acaba de abandonarte, será mejor que no asustes a otro»
—Mira, ya he perdido bastante tiempo hablando. Será mejor que te deje con tu trabajo 
Dijo, aunque no le había visto sacar el metro ni parecía llevar una libreta para tomar notas. Nicola la escrutó. Lo más sensato sería desvelar su identidad, pero últimamente no se sentía en absoluto sensato, sino imprudente y temerario. Y los últimos acontecimientos en su isla habían intensificado esa sensación. Apretó los labios. Ya ni siquiera era «su» isla. Estaba bajo el dominio de su hermano mayor. 
En el momento en que habían coronado a Casimiro, Nicola se había sentido como si ya no cumpliera ningún papel allí. El año de luto oficial por su padre lo había dejado vacío por dentro, ésa era una de las razones de que estuviera allí. Quería dejar su ajetreada existencia neoyorquina por una vida nueva: iba a comprar uno de los clubs de polo más famosos del mundo y cumplir su sueño de crear una escuela de adiestramiento. Contempló el rostro de la castaña, hechizado por su belleza. Era tan diminuta, delicada y ligera que tenía la sensación de que podría levantarla con una mano, como un trofeo. Se preguntó si una mujer tan pequeña podría acomodar a un hombre tan grande como él. 
Sintió que su temeridad se transmutaba en deseo, sorprendentemente intenso tras una larga ausencia de él. Miró sus labios y su tono rosado lo incitó aún más. Labios carnosos como pétalos hinchados por el rocío, que se entreabrían al mirarlo. Labios que pedían a gritos que los besara. Se preguntó si le dejaría hacerlo. Ninguna mujer se le había resistido porque no había mujer viva capaz de rechazar a un príncipe. Pero nunca había besado a una mujer desde el anonimato. No sabía si las chicas de campo dejaban que los pintores—decoradores se tomaran libertades cuando la lujuria cursaba sus venas. Vio que los ojos de ella oscurecían y su expresión se volvía entre dulce e inquieta. Por lo visto, había posibilidades. 
—No
Dijo, de repente. 
—No te vayas. 
—¿Disculpa? 
Angie pensó que había oído mal. 
—No quiero que te vayas a ningún sitio
Dijo él con una sonrisa cómplice. 
—Y tú no quieres irte. 
Durante un segundo, la fantasía que ella había alimentado desde que lo vio, empezó a convertirse en realidad. Al ver que iba hacia ella, Angie se planteó protestar, pero no pudo, a pesar de que estaba segura de que iba a besarla y de que aceptar el beso sería inapropiado y poco profesional. Pero su ego estaba herido por el abandono de Peter. El futuro que había imaginado ya no era una opción y se sentía vacía e indeseable. Al leer la carta había pensado que ningún hombre volvería a desearla. Pero, de repente, allí estaba él. 
—No quieres irte, ¿verdad? 
Persistió él. 
—Yo... no estoy segura. 
—Yo creo que sí, cara. Tan segura como yo 
Se inclinó hacia delante y rozó sus labios con la boca. Sintió su temblor. 
—¿Te gusta eso? 
—Sí
Musitó ella, Angie supo que estaba perdida cuando él la rodeó con los brazos y profundizó el beso. Tenía la sensación de que su vida había estado en suspenso hasta ese momento. La carta de Peter había hecho que se sintiera vacía, dolida e inválida. Pero todo su miedo, inseguridad y dolor había sido borrado por el poder del asombroso beso de ese hombre. Nicola captó su rendición y profundizó aún más. Al sentir la gloriosa respuesta de su propio cuerpo, empezó a hacer cálculos. Su equipo de seguridad no tardaría en llamar. 
No sabía si tendría tiempo de hacer que se arrodillara ante él y le diera placer con esos increíbles labios. Pensó, con una mezcla de deseo y desagrado, que era una mujer fácil; en ese sentido, admitía tener un doble e injusto baremo de moral. Pero eso no le impidió guiar su mano a la dureza de su entrepierna. Ocurrieron varias cosas a la vez. Su busca empezó a pitar en el bolsillo del vaquero, al tiempo que la castaña apartaba la mano con un gritito de horror. Se oyó el timbre de un teléfono. Envuelta en una neblina de humillación, con los pechos tensos y sensibles, Angie dio un paso atrás y miró al hombre con horror, enrojeciendo al recordar la curva de su dureza en los dedos. 
—¿Qué diablos crees que estás haciendo? 
Exigió temblorosa, aunque en el fondo sabía que debería estar haciéndose la misma pregunta: 
«¿Por qué había permitido que ese desconocido se tomara esas libertades con ella?»
Nicola soltó una risa sarcástica al mirar sus senos hinchados, con los pezones claramente dibujados bajo el sobretodo. El deseo frustrado se transformó en desprecio hacia sí mismo. Era increíble que estuviera tan necesitado de una mujer como para comportarse igual que un adolescente que nunca hubiera practicado el sexo. 
—Yo diría que es obvio
Gruñó. 
—Estaba dándote lo que tu cuerpo pedía a gritos y sigue pidiendo, por lo que veo. Por desgracia, no tengo tiempo de complacerte ahora mismo. Y, a decir verdad, prefiero que mis mujeres se resistan un poco más 
Endureció la boca con una mezcla de desdén y frustración, luchando contra el deseo de volver a besarla. 
— ¿Nadie te ha enseñado que lo que se entrega tan fácilmente pierde mucho de su atractivo
Angie sintió que la injusticia de la situación la golpeaba. No la creería si le dijera que nunca se había comportado así con un hombre y además, ella no tenía por qué cargar con toda la culpa de lo ocurrido. Había sido él quien había empezado, al besarla con tanta destreza que se había derretido en sus brazos como la cera de una vela. 
—¿He de suponer que tú te consideras del todo inocente? 
Le lanzó, deseando abofetear su arrogante rostro. Pero él debió de percibir su deseo, porque movió la cabeza y sus pupilas se agrandaron hasta casi ocultar el iris 
—Ni se te ocurra, cara 
Le advirtió, la amenaza hizo que ella recuperara el sentido y se avergonzara. No pudo contestarle porque, tras una última mirada de desdeñosa frustración, el hombre salió de la sala sin decir una palabra más. Angie se quedó parada hasta que oyó el sonido de ruedas sobre la gravilla. Se acercó a la ventana a tiempo de ver a dos lujosos coches negros alejarse a toda velocidad. Frunció el ceño, preguntándose de dónde habían salido y adónde iban. Se alisó el pelo con las manos y volvió a la zona de recepción. Allí encontró a un hombre regordete de mediana edad, que vestía un mono manchado de pintura y tenía una libreta en la mano. Sonrió al verla llegar. 
—¿Puedo ayudarlo? 
Preguntó Angie, aunque su sexto sentido clamaba su error. 
—Eso espero 
Dijo el hombre con acento irlandés. 
—Soy el pintor. He venido a medir. ¿Por dónde quiere que empiece?  

lunes, 2 de mayo de 2016

MAID PRINCESS

ARGUMENTO
De humilde camarera…a esposa de un príncipe. Angie está acostumbrada a hacer camas, ¡no a meterse en una con un príncipe!

Pero el arrogante Nicola impone una norma: después de que le haya enseñado a Angie todo lo que sabe, su aventura concluirá. Cuando el rey de Zaffirinthos enferma, Nicola se ve a obligado a asumir el rol de príncipe regente. Las voluptuosas curvas de la dócil Angie siguen asolando sus sueños y decide ofrecer a la humilde doncella un trato muy especial, digno de un príncipe.

viernes, 29 de abril de 2016

EPILOGO

Dos años más tarde
·         Señora Porcella, ¿quiere jugar a la pelota?
Le preguntó una de sus alumnas.
·         Dame cinco minutos para guardar todos estos cubos y enseguida estoy contigo
Sonrió Angie. Era la fiesta del colegio y los profesores habían organizado una merienda en la playa, a la que también podían acudir los familiares. Ariana y su novio, Jared, estaban colocando una red para jugar al balonmano mientras Angélica les daba instrucciones.
·         ¿Por qué no vas a jugar con los demás, Andrea?
·         ¿Puedo meterme en el agua con Amelia?
·         ¿Dónde está?
Preguntó Angie, cubriéndose los ojos con la mano.
·         Con papá. Creo que ha ido a cambiarle el pañal.
Angie vio entonces a Nicola acercándose con la niña en una mano y la bolsa de los pañales en la otra.
·         Amelia solo puede mojarse las piernecitas, ¿vale, Andrea?
·         Vale
Contestó la niña…La familia había crecido, pero Andrea siempre estaba ocupándose de su hermanita Amelia. Además, Nicola la ayudaba muchísimo y cuidar de cuatro niñas sin dejar de trabajar en el colegio no le resultaba tan difícil.
·         Hola, guapo.
Nicola sonrió. Desde que se casaron, Angie lo quería un poco más cada día. Tenían sus roces...sobre todo a causa de su desorden e impuntualidad, pero se llevaban muy bien.
·         Hola
Sonrió él
·         Dame a la niña, papá. Voy a meterla en el agua.
·         ¿En el agua?
·         ¡Mamá me ha dicho que puedo! No voy a ahogarla
Protestó su hija.
·         Bueno, bueno, no te pongas así.
·         Es que eres un pesado...
·         ¿Dónde están las demás?
Preguntó Nicola, tomando a su mujer por la cintura.
·         Ariana y su novio están allí, colocando la red de balonmano. Angélica está con ellos, dando órdenes. Amy y Jeffrey en el agua...y yo estoy contigo.
Él se inclinó para darle un beso en los labios.
·         Guapa.
·         ¿Tú crees que el señor Porcella debería besar a una profesora delante de los niños?
·         Yo creo que es más que apropiado que los niños vean a un matrimonio besándose. Aunque nadie está mirando. Están todos comiendo como lobos porque su profesora ha organizado una merienda estupenda.
·         No lo he hecho yo sola, tonto.
·         ¿Vas a guardarme un sitio a tu lado en la hoguera?
·         Depende
Rio Angie
·         ¿Vas a tocarme?
·         Por supuesto.
·         Entonces sí
Sonrió su mujer
·         Te quiero, Nicola. Y gracias.
·         ¿Por qué?
Preguntó él, apartando el pelo de su cara.
·         No lo sé. Por rescatarme de la soltería, supongo.
·         Entonces yo también debería darte las gracias. Empezaba a ser patético con mis etiquetas en las fiambreras
Rio Nicola.
·         Deberíamos darle las gracias a Ally. Si no hubiera sido por la cinta...
·         Nunca habríamos sido tan felices
Terminó su marido la frase
·         Venga, vamos a enseñarle a esos niños cómo se juega a la pelota.

FIN

CAPITULO 13

Nicola llegó a su casa en menos de diez minutos, con un chándal viejo de color azul y zapatillas de deporte. Iba sin afeitar y no se había peinado. Era la primera vez que
Angie lo veía así. Pero había acudido en su ayuda sin dudarlo un momento, sin poner una sola pega. Era tan natural llamarlo a él...como si estuviera en el piso de arriba.
·         ¿Has ido a casa de la señora Cannon?
·         Sí, pero no está allí.
·         ¿Dónde puede haber ido?
·         No lo sé
Contestó Angie, intentando calmarse. Tener a Nicola a su lado le daba tranquilidad. Lo necesitaba no solo para lo bueno, sino para los momentos malos de la vida.
·         ¿Has llamado a la residencia Logan?
·         He llamado hace un rato y la directora me ha dicho que hablaría con Jeffrey para ver si sabe algo.
·         Piensa, Angie. ¿Dónde puede estar?
Insistió Nicola, llevándola al sofá.
·         No tengo ni idea.
·         Voy a llamar al colegio. Quizá ha ido allí, pensando que era un día de diario. O a la bolera...
·         ¿Un domingo por la mañana?
·         O quizá ha ido a la iglesia, confundida. ¿Tiene alguna amiga?
·         No. Bueno...Allison Lutty. Su madre le hace tostadas con mantequilla, que le gustan mucho.
·         ¿Tienes el número de teléfono?
·         Nicola... ¿y si se ha perdido? ¿Y si le ha pasado algo?
·         No le ha pasado nada, ya lo verás.
El teléfono empezó a sonar en ese momento y Angie prácticamente saltó del sofá.
·         ¿Dígame?
·         ¿Señorita Arizaga?
·         Sí, soy yo.
·         Soy la señora Madison, de la residencia Logan.
·         ¿Está mi hermana ahí?
·         Parece que sí. Estaba sentada en un banco, en la entrada. Jeffrey no sabía que tenía visita pero, por lo visto, habían hablado de desayunar juntos en alguna ocasión.
·         ¿Está bien?
Preguntó Angie, nerviosa.
·         Perfectamente.
·         Amy está bien
Repitió ella, poniéndose una mano en el corazón
·         Voy para allá ahora mismo.
·         No se preocupe. Ahora mismo está desayunando con los demás y nosotros estaremos pendientes de ella.
·         Muchísimas gracias por llamar.
·         ¿Qué ha pasado?
Preguntó Nicola.
·         Jeffrey le había dicho que podían desayunar juntos y Amy ha decidido que fuera hoy mismo
Suspiró Angie.
·         Venga, vístete.
·         Estoy horrible, ¿verdad?
·         ¿Horrible? Yo te encuentro guapísima con ese pijama
Sonrió Nicola, dándole una palmadita en el trasero
·         Vístete. Vamos a ver qué nos cuenta Amy.
La señora Madison los recibió en la puerta de la residencia, una casa de estilo Victoriano parecida a la de Nicola.
·         Gracias por llamar
Sonrió Angie
·         Amy nunca había hecho esto antes. No sé qué le pasa últimamente.
·         Es una chica estupenda. Llena de vida
Sonrió la directora
·         Y muy independiente. La ha educado muy bien, señorita Arizaga.
·         Muchas gracias.
La mujer dudó entonces, como si no se atreviera a decir algo.
·         No quiero ser una entrometida, pero Amy ha expresado su deseo de vivir aquí.
Angie miró a Nicola, que inmediatamente tomó su mano para darle apoyo. Como si siguieran siendo novios.
·         Mire, yo...
·         No tenemos por qué hablar del asunto ahora mismo. Pero quizá debería considerarlo.
·         Amy no es ningún problema para mí
Dijo Angie.
·         Claro que no. Pero quizá Amy no quiere seguir viviendo con usted, señorita Arizaga.
·         ¿Cómo?
·         Quizá quiere vivir su propia vida. ¿No lo ha pensado?
Angie miró a la directora de la residencia, perpleja. ¿Cómo se atrevía a meterse en su vida de esa forma?
·         Amy vive conmigo desde que nació. Y vivimos solas desde que murieron mis padres.
·         Lo sé. Y sé que usted la quiere mucho. ¿Por qué no deja que le enseñe la residencia, señorita Arizaga? Es un sitio maravilloso para gente como Amy, un sitio en el que pueden sentirse independientes y adultos.
·         Puede que sea una buena idea
Intervino Nicola entonces
·         Si nos muestra el programa de actividades...
·         ¿Puedo ver a mi hermana?
Lo interrumpió Angie.
·         Claro que sí. Pasen, por favor.
La señora Madison los llevó hasta el comedor, donde Amy estaba desayunando rodeada de un montón de chicos y chicas. Jeffrey estaba a su lado, por supuesto.
·         Hola, Angie. Hola, Nicola
Los saludó su hermana con una sonrisa
·         ¿Queréis tortitas?
Parecía más feliz de lo que Angie la había visto en mucho tiempo…Angie estaba de rodillas en el jardín, plantando unas gardenias. La jardinería siempre la tranquilizaba. Sobre todo cuando tenía un problema importante. El día de Acción de Gracias había transcurrido felizmente. Cenaron con Nicola, las niñas y lo pasaron muy bien. Él había sido maravilloso durante toda la semana. Y muy comprensivo. La cena del día de Acción de Gracias fue una cena de amigos, nada de besos, nada de caricias...pero Angie lo echaba de menos cada día.
Cuando Amy desapareció, solo se le ocurrió llamar a Nicola. Y sabía cuál era la razón. Lo había llamado porque era su pareja, porque lo sentía así. Aunque durante un tiempo estuvieran separados y él estuviera siendo muy paciente con ella. Se apoyaban mutuamente, estaban hechos el uno para el otro. Le hubiera gustado que Nicola le contase antes lo de la cinta, pero siempre supo que la quería. Había reaccionado de esa forma para ocultar sus propias inseguridades, sus propios miedos. Tenía miedo de casarse con Nicola y vivir feliz para siempre.
Y ver a Amy tan contenta en la residencia Logan había sido otra sorpresa, otro bocado de realidad. Amy ya no dependía de ella. Y su obsesión por cuidarla, por hacer honor a la promesa que le hizo a su madre se había mezclado con sus sentimientos por Nicola. Y seguramente también con sus sentimientos por Paul. Aquella mañana, Angie había hablado largo rato con su hermana. Amy realmente quería vivir en la residencia Logan. No solo por Jeffrey, sino por sí misma. Porque quería ser independiente.
¿Cómo podía negarle esa oportunidad?...Si no le gustaba, siempre podría volver con ella. De modo que Angie se rindió. Le había prometido que irían aquella misma semana para hablar con la señora Madison. Y tenía que decírselo a Nicola. Era la primera persona que debía saberlo. Angie se limpió las manos de tierra y marcó su número en el teléfono inalámbrico, pero tenía encendido el contestador. Seguramente estaría haciendo la cena y ocupándose de que sus hijas hicieran los deberes.
·         Hola, Nicola
Dijo en voz baja
·         Solo quería...decirte que te echo de menos. Hablaremos mañana. Adiós.
Después de colgar, entró en la cocina para hacer la cena. Al día siguiente hablaría con él. Al día siguiente intentaría arreglar las cosas.
·         No, Tiffany, lo siento. No puedes traer tu poni
Estaba diciendo Angie a una de sus alumnas
·         No hay sitio para un caballo en esta clase...Jerome, no te comas las judías. Estamos haciendo collares.
Cuando Nicola leyera los anuncios por el altavoz, empezarían la clase. Había esperado hablar con él por la mañana, pero no fue posible. Y tenía que decirle que había tomado una decisión, que quería casarse como habían planeado.
·         Buenos días, niños
Oyeron la voz de Nicola por el altavoz
·         Antes de que empiece a leer las noticias del día, quiero hacer un anuncio especial.
Angie se sentó, sorprendida. Era raro. Nicola siempre anunciaba las actividades y después leía una cita. Siempre exactamente igual.
·         En realidad, es una pregunta. No es para vosotros, niños, sino para una profesora. Señorita Arizaga, ¿quiere casarse conmigo?
Los niños empezaron a gritar y Angie se llevó la mano a la boca. No podía ser. Nicola no podía haber dicho aquello por el altavoz. Pero los niños estaban gritando y Martha, su ayudante, tenía que disimular una risita mirando por la ventana.
·         Un «sí, quiero» ahora mismo no estaría mal
Seguía diciendo Nicola. Angie se levantó, con las piernas temblorosas. ¿Debía ir andando a su despacho...o corriendo? Estaba hasta mareada por la sorpresa. No podía creer que Nicola Porcella hubiera hecho una cosa así. Entonces pulsó el botón del intercomunicador que la conectaba no solo con el despacho de Nicola, sino con todas las aulas.
·         Sí, señor Porcella. Me casaré con usted
Anunció…Los niños empezaron a saltar sobre las sillas, muertos de risa. Aquello era como una película y estaban disfrutando como locos,
·         ¡Esto es genial!
Exclamó Martha.
·         Enseguida vuelvo.
Angie salió corriendo por el pasillo y al doblar una esquina...se encontró con Nicola, que se dirigía hacia ella. Un segundo después, estaban fundidos en un abrazo.
·         Angie...
·         Lo siento mucho. He sido una tonta.
Él la tomó de la mano para entrar en el servicio de señoras.
·         ¡Nicola Porcella! Primero me pides que me case contigo por el altavoz y ahora...
·         Para que no te atrevieras a decir que no.
·         Y ahora me escondes en el servicio...
Rio Angie
·         El Nicola Porcella que yo conozco nunca haría nada parecido.
·         Te he traído aquí para poder besarte.
Sus bocas se encontraron, ansiosas. Había pasado demasiado tiempo.
·         Te quiero, Nicola.
·         Y yo a ti, Angie. Cásate conmigo y juro que te haré feliz.
Claro que se casaría con él. Angie tiró de su corbata para acercarlo más.
·         Sí, quiero.
·         Cásate conmigo...
·         Ya he dicho que sí, tonto.
·         Te prometo que nuestra vida nunca será predecible. Incluso dejaré la ropa sucia en el suelo si eso te hace feliz.
Angie lo besó entonces, con todo su corazón.
·         Trato hecho.

Unos minutos después salían del servicio de señoras. Angie, con la coleta deshecha y él con la corbata torcida. Para su sorpresa, el pasillo estaba lleno de profesores y niños, todos aplaudiendo. Nicola la llevó de la mano hasta su aula y ella supo entonces sin ninguna duda que había encontrado a su príncipe.