Durante un momento, creyó haber oído mal. O eso, o se estaba volviendo loca debido a
que sus tontos sueños de amor acababan de recibir un golpe mortal. Angie, que estaba
sustituyendo a la recepcionista durante su hora del almuerzo, miró a su jefe con
incredulidad. Intentó no pensar en la carta arrugada que había al fondo de su bolso ni en
el vapuleo que había sufrido su autoestima y que la había dejado sintiéndose herida y
solitaria.
—Disculpa
Se aclaró la garganta, preguntándose si le estaba tomando el pelo.
—Por un
segundo he creído que decías...
—¿Un príncipe? Lo he dicho
Dijo Rupert con una mueca de superioridad, exagerando
su acento inglés de clase alta. Hizo una pausa.
—Un príncipe va a honrar nuestro hotel
con su presencia. ¿Qué te parece eso, Angie?
—¿Un príncipe?
Repitió Angie, incrédula.
—El príncipe Nicola de Zaffirinthos
La miró con desdén.
—Está claro que tú no habrás
oído hablar de él.
Angie se mordió la lengua. Que fuera una camarera de hotel sin más cualificaciones no
implicaba que no pudiera reconocer el nombre de un miembro de la familia real inglesa o
incluso de un país extranjero. Sin embargo, Rupert, maldito fuera, tenía razón. Aunque
procuraba estar al día en temas de actualidad leyendo periódicos y libros, Zaffirinthos
parecía haber escapado a su radar.
—No
Contestó Angie
—La verdad es que no.
—Yo te informaré. Es el segundo en la línea dinástica de un reino insular, jugador de polo
de fama mundial y amante de las mujeres bellas
Rupert hinchó el pecho.
—De hecho,
el huésped más importante que hemos tenido nunca.
Angie estrechó los ojos, confusa porque algo no cuadraba. Ambos sabían que los
huéspedes importantes eran escasos y no se prodigaban, a pesar de que muy cerca
había un club de polo famoso y varios criaderos de caballos. Pero también había hoteles
muy superiores al suyo. No podía imaginar por qué razón un príncipe elegiría alojarse en
el suyo. Antes de convertirse en hotel había sido una elegante casa privada, cierto, pero
la mala gestión de Rupert y la escasez de clientes habían tenido como consecuencia la
decadencia del edificio y los jardines y eso no resultaba atractivo para la gente
importante.
—¿Por qué? Es decir, ¿por qué viene aquí?
La sonrisa de Rupert se desvaneció.
—El porqué no es asunto tuyo
Miró a su alrededor para comprobar que no había
moros en la costa y se inclinó hacia ella. Era obvio que se moría de ganas de contarlo.
—
Bueno, no lo repitas, pero va a trasladarse aquí desde Nueva York y está a punto de
completar la compra del Club de Polo Greenhill.
Angie abrió los ojos de par en par. Pensó en la enorme y valiosa propiedad donde se
encontraba el prestigioso club, que atraía a celebridades de todo el mundo durante la
temporada de polo.
—Debe de valer una auténtica fortuna —Dijo
—Por una vez tienes razón, Angie. Pero eso no será problema. Este hombre no sólo es
un príncipe de sangre azul, además es impresionante mente rico
Rupert estrechó los
ojos, calculador.
—Por eso, habrá que hacer algunos cambios antes de que llegue con su
séquito.
—¿Cambios?
Preguntó ella, intentando ocultar su alarma. Llevaba suficiente tiempo
trabajando para Rupert para intuir cuando se avecinaban problemas.
—¿Qué clase de
cambios?
—Para empezar, vamos a tener que arreglar las zonas públicas para acomodar a un
hombre de su calibre. Necesitarán una mano de pintura, en especial los aseos de la
planta baja. He contratado a una empresa de decoración para que empiece a trabajar
mañana a primera hora.
—¿Tan pronto?
Angie lo miró, atónita.
—Sí, tan pronto. Dentro de un rato vendrá alguien a tomar medidas y tendrás que
enseñárselo todo.
Afirmó Rupert.
—El príncipe llega la semana que viene y hay mucho
que hacer para estar a la altura de sus expectativas. Por lo visto, sólo utiliza sábanas de
algodón egipcio y tendré que pedirlas a Londres. Ah, una cosa más.
La recorrió con la mirada de una forma que Angie siempre había considerado ofensiva
pero que había aprendido a ignorar, igual que otras muchas cosas. Ningún trabajo era
perfecto.
—¿Qué?
Preguntó con aprensión.
—Tendrás que hacer algo respecto a tu apariencia. Todo el personal necesita mejorar,
pero tú más que nadie, Angie.
Era una crítica que le había hecho más de una vez.
Pero Angie se conformaba con lavarse con agua y jabón y pasarse un cepillo por el
rebelde cabello castaño. Era camarera de habitaciones y se levantaba demasiado temprano
para perder el tiempo en tonterías, además, había sido criada por su tía abuela, una mujer
firme que despreciaba el maquillaje y le había inculcado sus creencias.
Angie odiaba que Rupert a veces le hiciera sentirse como media mujer.
«Te critica porque
le divierte hacerlo. Y porque no ha superado el hecho de que una vez lo rechazaras»,
pensó.
—¿Qué pasa con mi apariencia?
Preguntó.
—¿De cuánto tiempo dispones para oírlo todo?
Rupert, burlón, se apartó el mechón de
pelo que le caía sobre la frente.
—El príncipe es un experto en cosas bellas y más aún
cuando se trata de mujeres. Aunque no espero un milagro, me gustaría que te esforzaras
un poco mientras esté aquí. Algo de maquillaje estaría bien para empezar. Y recibirás un
nuevo uniforme.
A la mayoría de las mujeres les habría gustado recibir un uniforme nuevo, pero Angie vio
algo en los ojos de Rupert que la inquietó. Empezó a sonrojarse, desde el cuello hasta el
inicio de los senos, que siempre habían sido demasiado exuberantes para su delicada
estructura ósea.
—Pero...
—No hay «pero» que valga. Soy el jefe, Angie. Lo que yo digo va.
Angie se mordió el labio y contempló a Rupert alejarse de la zona de recepción con su
habitual aire melodramático.
Sabía que llevaba demasiado tiempo en ese trabajo y a veces se preguntaba si tendría el
coraje de marcharse. Pero la familiaridad era un vínculo poderoso para las personas
emocionalmente inseguras, además, era el único sitio en el que había trabajado. Había llegado a ese pueblo como huérfana para quedar al cuidado de su tía abuela, una
soltera que no sabía cómo tratar a una niña desconsolada.
Angie había echado mucho de
menos a sus padres y a menudo lloraba por las noches. Su tía abuela, aunque con buena
intención, había sido muy estricta con ella, inculcándole las virtudes de llevar una vida
sana, acostarse pronto y leer muchos libros.
Pero Angie la había decepcionado en cierta medida. No era una niña con dotes
académicas y no había destacado en nada excepto en clase de cocina y en su trabajo en
el jardín de la escuela.
Cuando su tía abuela enfermó, Angie la había cuidado con gusto, deseando compensar
de alguna manera su bondad. Tras su muerte había experimentado la misma
desgarradora sensación de soledad que había sentido con la de sus padres.
Había aceptado el trabajo como camarera de habitaciones en el hotel de Rupert como
algo temporal, mientras decidía qué quería hacer con su vida. Había supuesto un refugio
de los crueles golpes de la vida. Pero los días se habían convertido en meses, semanas y
años, hasta que había conocido a Peter, un clérigo en prácticas. La amistad se había
transformado en romance. Peter había sido su santuario, cuando le pidió que se casara
con él, Angie había aceptado. Veía ante sí un futuro sencillo y feliz, con un hombre recto
que la amaba.
Al menos, eso había dicho. Peter había aceptado un trabajo en el norte y el plan era que
se reuniera con él a fin de año. Pero el día anterior había llegado la carta que había
destruido sus esperanzas y sueños. La carta que decía:
«Lo siento, Angie, pero he
conocido a otra mujer y está embarazada...»
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que sólo un leve movimiento la alertó de
que alguien se acercaba al mostrador de recepción. Un hombre. Angie se irguió y automáticamente, forzó una sonrisa de bienvenida.
Y se quedó helada.
Fue uno de esos extraños momentos que ocurren una vez en la vida, con suerte. La
sensación de ser absorbida por una mirada tan intensa que parecía estar devorándola.
Deslumbrada, contempló el par de ojos más asombrosos que había visto nunca. Ojos
como el mar, puro y armonioso, pero con un matiz subyacente que era
metálico y frío.
Angie apretó los puños.
No pudo evitar contemplar el resto de su rostro: rasgos
arrogantes y altivos, que parecían tallados en una pieza de metal; labios curvados y
llenos, burlones y sensuales, pero también duros y obstinados.
Tenía el cabello oscuro y fosco, la piel blanca y resplandeciente de salud y
vitalidad, como si acabara de realizar un gran esfuerzo físico. Era alto y de espalda ancha, fuerte pero sin un gramo de grasa, como demostraba la camiseta que se pegaba a cada
músculo y tendón. El torso se estrechaba hacia unas caderas estrechas y las piernas más
largas que ella había visto en su vida. Unas piernas embutidas en unos vaqueros
manchados de barro, tan desteñidos y viejos que se amoldaban a su carne como una
segunda piel.
Angie tragó saliva. Tenía el corazón desbocado y la garganta cerrada como si alguien se
la estuviera apretando.
—Me...me temo que no puede entrar aquí con ese aspecto, señor
Se obligó a decir.
Nicola la estudió, pero no con tanta atención como ella lo había estudiado a él. Había
notado cómo oscurecían sus pupilas y sus labios se entreabrían con deseo inconsciente.
Estaba acostumbrado a tener ese efecto en las mujeres, incluso cuando llegaba de una
larga cabalgata, como era el caso. Su tartamudeo tampoco era inusual, aunque solía
producirse cuando él estaba cumpliendo con sus deberes oficiales y la gente se dejaba
apabullar por el protocolo del evento.
Lo más importante era que no lo había reconocido, eso seguro. Tras una vida de idolatría
y halagos, era un experto en el anonimato y en calar a la gente que simulaba no
reconocerlo.
Rápidamente, la miró de arriba abajo. Era castaña, diminuta y tenía los pechos más
magníficos que había visto en mucho tiempo. Ni siquiera la poco favorecedora bata
blanca conseguía ocultar su firmeza. Parecían demasiado grandes para su estructura
ósea, pero su ojo experto le hizo pensar que eran naturales.
—¿Con qué aspecto?
Le preguntó a Angie se le secó la boca. Hasta su voz era para morirse. Profunda y rica como la
melaza, con un deje cautivador. Tenía un acento que no había oído nunca antes. Cada
sílaba sonaba a poema.
«Por Dios, no seas idiota», pensó. «Que tu prometido te haya dejado no te obliga a
comportarte como una vieja solterona ni a desear a hombres que no te mirarían dos
veces».
Pero no pudo controlar el tronar de su corazón.
—Con aspecto... aspecto de...
No supo qué decir. Tenía aspecto peligroso, eso era.
Pinta de ser un mujeriego empedernido que había dejado la moto aparcada afuera y ella
sabía bien lo que opinaba Rupert de alojar a moteros en su hotel. «Líbrate de él.
Recomiéndale el motel del pueblo. Y hazlo rápido, para no seguir pareciendo tonta».
—Me temo que nuestros huéspedes deben ir correctamente vestidos, elegantes dentro de
la informalidad
Repitió rápidamente una de las directrices de Rupert. Vio que él curvaba
los labios con sorna. —Es... es una de las normas.
Nicola casi se echó a reír al oír la pomposa restricción, pero decidió aprovechar la
oportunidad de divertirse un poco más.
—¿Una de las normas?
Repitió, burlón.
—Una norma muy anticuada, en mi opinión.
Angie se atrevió a poner las manos sobre el mostrador y volverlas hacia arriba, con un
gesto de impotencia. Ella estaba de acuerdo con él, pero Rupert seguía anclado en el
pasado. Quería formalidad y ostentosos símbolos de riqueza, no a gente que entrara en su hotel con la ropa manchada de barro. Sin embargo, dada la escasez de clientes, le
convendría pensárselo mejor.
—Lo siento
Dijo con voz suave.
—Pero no puedo hacer nada. La normativa es muy
estricta.
—¿Ah, sí?
Murmuró él, mirando sus ojos
— ¿Y no hacen ninguna...
excepción?
Ella se preguntó cómo podía hacer que una pregunta sencilla sonara tan... tan... Con la
boca seca, negó con la cabeza. Sin duda, la mayoría de la gente estaría encantada de
hacer excepciones por él.
—Me temo que no. Ni siquiera por los clientes.
Alzó los hombros con gesto de disculpa y eso hizo que él se fijara en el movimiento de
sus gloriosos senos. Inesperadamente, Nicola sintió una punzada de lujuria. No había
mayor tentación que una mujer que respondiera a él como hombre, en vez de como
príncipe.
Apoyó un codo en el mostrador que los separaba y se inclinó hacia ella con una sonrisa
de conspiración.
—¿Y qué harías si te dijera que no soy un cliente?
A Angie le dio un vuelco el corazón. De cerca, exudaba una masculinidad tan pura que le
estaba provocando un cortocircuito cerebral. No sabía qué le ocurría. Se esforzó por
ordenar su mente. En realidad la respuesta no la había sorprendido, no parecía un
huésped del hotel.
—Entonces... ¿no lo es?
—No
Hizo una pausa mientras pensaba en quién le gustaría ser. En qué piel le gustaría
meterse para contar con un breve momento de libertad absoluta. Era un juego que había
practicado mucho de joven, cuando estudiaba en la universidad en Europa y que había
vuelto locos a sus guardaespaldas.
A Nicola, príncipe Nicola Emilio Porcella Solimano de Zaffirinthos, le encantaba
mantener el incógnito siempre que era posible. El anonimato era su bien más escaso y
preciado. Le gustaba jugar a una vida que nunca sería suya durante más de unos
minutos. Adoraba ser juzgado como cualquier otro hombre: por su apariencia, talante y
forma de expresarse. Quería probar ese mundo en el que la química tenía más valor que
el privilegio.
Daba igual que dos guardaespaldas armados lo esperaran afuera en un coche blindado y
otros dos merodearan por los alrededores. Mientras esa mujer siguiera desconociendo su
identidad, podía simular que era un hombre cualquiera.
—No, no soy un huésped
Dijo, sincero, de repente, Angie comprendió la verdad y se preguntó cómo podía haber sido tan obtusa.
—¡Claro! Eres el pintor—decorador
Sus labios se curvaron con una amplia sonrisa.
—
Has venido a medir los lavabos.
Nicola estrechó los ojos ante esa indignante suposición, pero no podía culparla por
hacerla. Estaba a punto de echarse a reír cuando ella se levantó de la silla, quedó
cautivado por su lujurioso y pequeño cuerpo y la calidez de su sonrisa. No recordaba la última vez que alguien le había sonreído así o tratado como a un hombre en vez de como
a un miembro de una de las casas reales más adineradas de Europa.
Cuando iba del club de polo al hangar donde lo esperaba su avión privado, había decidido
hacer una parada. Aún sudoroso tras una larga cabalgata, había sentido curiosidad por
ver el hotel antes de que lo acondicionaran para su visita oficial. Pero empezaba a pensar
que tal vez una mano invisible y benévola lo había guiado allí para que una mujer de baja
clase social, desconocedora de su identidad, despertara su instinto sexual más básico.
—Cierto
Dijo, intentando ocultar otra oleada de lujuria.
—He venido a medir los aseos.
—Bien. Rupert me ha dado instrucciones para que te lo enseñe todo.
Nicola sonrió. No tendría que lidiar con el inglés esnob que le ponía los nervios de punta.
El asunto mejoraba por momentos.
—Perfecto —dijo.
Angie sintió que su corazón se saltaba un latido cuando él volvió a recorrerla con la
mirada. Recordó la carta que tenía en el bolso y aun así, supo que ningún hombre había
conseguido que se sintiera como en ese momento. Ni siquiera Pete, ¡el hombre al que
había creído amar lo suficiente como para casarse con él!
En su mente aleteó la idea de si lo que estaba sintiendo podría ser amor.
«Por Dios, Angie. ¿Es que has perdido la cabeza? Acabas de conocerlo. No sabes nada
de él. Es un desconocido que sabe bien lo atractivo que es. Y si va a trabajar aquí no
puedes derretirte a sus pies cada vez que te lance una de esas curiosas y arrogantes
miradas», se recriminó.
—Por favor, sígueme
Le dijo con una sonrisa.
Nicola intentó imaginarse cómo reaccionaría un pintor—decorador en esa situación. En
especial, uno hechizado por la belleza de una mujer tan diminuta. Seguramente flirtearía
un poco. Más aún después de cómo ella lo había mirado, igual que una gata hambrienta
miraba un plato de comida. Se preguntó si estaría tan deseosa de sexo como él.
—Me encantará hacerlo
Murmuró, Angie salió de detrás del mostrador e inmediatamente, deseó no haberlo hecho. Estando
junto a él se sentía expuesta, demasiado consciente de su altura y de su musculoso
cuerpo. Sabía muy poco de hombres, pero hasta ella tenía claro que el aura sexual de
ése tenía un nombre: peligro. Y en caso de peligro, lo mejor era poner distancia y
mantenerla.
—Vamos —dijo.
—Hum. Sí
Aceptó él con voz sensual.
Observó el seductor bamboleo de su cuerpo guiando el camino. Era realmente diminuta,
como una Venus de bolsillo y sus curvas conferían un gran atractivo a su trasero. Sabía,
por ex novias que asistían a pases de moda internacionales, que la ropa quedaba mejor
en mujeres como palos, sin pecho o caderas, pero acababa de comprender que ella era
ese tipo de mujer que mejoraba desnuda.
Angie intentaba andar con normalidad, cosa difícil cuando sentía esa mirada clavada en su espalda. Decidió dejar los aseos para el final porque sería embarazoso
tener que inclinarse para mostrarle la pintura cuarteada de detrás de las cisternas. Se detuvo ante unas puertas dobles, las empujó para abrirlas y entró en una gran sala de
techos altos.
—Esta es la sala formal, donde a veces los huéspedes toman el café después de cenar
Dijo, animada.
—No se ha utilizado mucho últimamente.
—Ya lo veo
Comentó Nicola, captando de un vistazo el aspecto general de abandono.
Los muebles estaban demasiado gastados para conferir un aspecto «chic y elegante» y
la araña del techo tenía polvo de varios meses. Angie notó que la miraba y para su
horror, vio una telaraña enorme en la parte inferior de la lámpara.
—Es... difícil de limpiar incluso con un plumero largo
Se disculpó.
—Lo haría yo, pero
soy un poco pequeña.
—De eso no hay duda
Los ojos azules la miraron de pies a cabeza, deteniéndose en
cada curva.
—Y supongo que no eres la encargada de la limpieza, ¿verdad?
Preguntó
con voz seca.
—Eh, no. Soy...
Lo miró preguntándose si lo que iba a decir haría que perdiera el
interés.
—Soy camarera del servicio de habitaciones.
«Servicio de habitaciones» Nicola estuvo a punto de gemir en voz alta, porque en su
mente se dibujó una cama grande y suave con ella dentro, no haciéndola. Ese voluptuoso
cuerpo hundiéndose entre sábanas blancas, con él encima. Hacía años que no
experimentaba una imagen erótica tan poderosa.
—¿En serio?
Murmuró.
—Debe de ser un trabajo muy interesante, ¿no?
Angie, suspicaz, estrechó los ojos. Se preguntó si se estaba riendo de ella, su trabajo,
aunque imprescindible, tenía estatus cero. Decidió concederle el beneficio de la duda.
—Bueno, tiene sus momentos
Admitió con una sonrisa.
—¡No te creerías las cosas que
se dejan los huéspedes a veces!
—¿Como qué?
—No puedo decirlo
Apretó los labios con recato.
—Una camarera leal
Murmuró él. Se rió.
—Discreción profesional
Dijo ella
—Al menos es un trabajo que me da mucho tiempo
libre.
—Supongo que eso tiene sus ventajas
Contestó y pensó que ella no le habría hablado
con tanta naturalidad si hubiera sabido quién era en realidad.
—Sí
Abrió la boca para hablarle del terreno que rodeaba al hotel, de todos los lugares
secretos en los que era posible soñar despierto y del paraíso aromático que había creado
en su propio y pequeño jardín, pero cambió de opinión.
«Vete antes de quedar como una tonta de nuevo. Un hombre acaba de abandonarte, será
mejor que no asustes a otro».
—Mira, ya he perdido bastante tiempo hablando. Será mejor que te deje con tu trabajo
Dijo, aunque no le había visto sacar el metro ni parecía llevar una libreta para tomar notas. Nicola la escrutó. Lo más sensato sería desvelar su identidad, pero últimamente no se
sentía en absoluto sensato, sino imprudente y temerario. Y los últimos acontecimientos en
su isla habían intensificado esa sensación. Apretó los labios. Ya ni siquiera era «su» isla. Estaba bajo el dominio de su hermano
mayor.
En el momento en que habían coronado a Casimiro, Nicola se había sentido
como si ya no cumpliera ningún papel allí.
El año de luto oficial por su padre lo había dejado vacío por dentro, ésa era una de las
razones de que estuviera allí. Quería dejar su ajetreada existencia neoyorquina por una
vida nueva: iba a comprar uno de los clubs de polo más famosos del mundo y cumplir su
sueño de crear una escuela de adiestramiento.
Contempló el rostro de la castaña, hechizado por su belleza. Era tan diminuta,
delicada y ligera que tenía la sensación de que podría levantarla con una mano, como un
trofeo. Se preguntó si una mujer tan pequeña podría acomodar a un hombre tan grande
como él.
Sintió que su temeridad se transmutaba en deseo, sorprendentemente intenso tras una
larga ausencia de él. Miró sus labios y su tono rosado lo incitó aún más. Labios carnosos
como pétalos hinchados por el rocío, que se entreabrían al mirarlo. Labios que pedían a
gritos que los besara. Se preguntó si le dejaría hacerlo. Ninguna mujer se le había
resistido porque no había mujer viva capaz de rechazar a un príncipe. Pero nunca había
besado a una mujer desde el anonimato.
No sabía si las chicas de campo dejaban que los pintores—decoradores se tomaran
libertades cuando la lujuria cursaba sus venas. Vio que los ojos de ella oscurecían y su
expresión se volvía entre dulce e inquieta. Por lo visto, había posibilidades.
—No
Dijo, de repente.
—No te vayas.
—¿Disculpa?
Angie pensó que había oído mal.
—No quiero que te vayas a ningún sitio
Dijo él con una sonrisa cómplice.
—Y tú no
quieres irte.
Durante un segundo, la fantasía que ella había alimentado desde que lo vio, empezó a
convertirse en realidad. Al ver que iba hacia ella, Angie se planteó protestar, pero no
pudo, a pesar de que estaba segura de que iba a besarla y de que aceptar el beso sería
inapropiado y poco profesional.
Pero su ego estaba herido por el abandono de Peter. El futuro que había imaginado ya no
era una opción y se sentía vacía e indeseable. Al leer la carta había pensado que ningún
hombre volvería a desearla. Pero, de repente, allí estaba él.
—No quieres irte, ¿verdad?
Persistió él.
—Yo... no estoy segura.
—Yo creo que sí, cara. Tan segura como yo
Se inclinó hacia delante y rozó sus labios
con la boca. Sintió su temblor.
—¿Te gusta eso?
—Sí
Musitó ella, Angie supo que estaba perdida cuando él la rodeó con los brazos y
profundizó el beso. Tenía la sensación de que su vida había estado en suspenso hasta
ese momento. La carta de Peter había hecho que se sintiera vacía, dolida e inválida. Pero
todo su miedo, inseguridad y dolor había sido borrado por el poder del asombroso beso
de ese hombre.
Nicola captó su rendición y profundizó aún más. Al sentir la gloriosa respuesta de su
propio cuerpo, empezó a hacer cálculos. Su equipo de seguridad no tardaría en llamar.
No sabía si tendría tiempo de hacer que se arrodillara ante él y le diera placer con esos
increíbles labios. Pensó, con una mezcla de deseo y desagrado, que era una mujer fácil;
en ese sentido, admitía tener un doble e injusto baremo de moral. Pero eso no le impidió
guiar su mano a la dureza de su entrepierna.
Ocurrieron varias cosas a la vez. Su busca empezó a pitar en el bolsillo del vaquero, al
tiempo que la castaña apartaba la mano con un gritito de horror. Se oyó el timbre de un
teléfono.
Envuelta en una neblina de humillación, con los pechos tensos y sensibles, Angie dio un
paso atrás y miró al hombre con horror, enrojeciendo al recordar la curva de su dureza en
los dedos.
—¿Qué diablos crees que estás haciendo?
Exigió temblorosa, aunque en el fondo sabía
que debería estar haciéndose la misma pregunta:
«¿Por qué había permitido que ese
desconocido se tomara esas libertades con ella?»
Nicola soltó una risa sarcástica al mirar sus senos hinchados, con los pezones
claramente dibujados bajo el sobretodo. El deseo frustrado se transformó en desprecio
hacia sí mismo. Era increíble que estuviera tan necesitado de una mujer como para
comportarse igual que un adolescente que nunca hubiera practicado el sexo.
—Yo diría que es obvio
Gruñó.
—Estaba dándote lo que tu cuerpo pedía a gritos y sigue
pidiendo, por lo que veo. Por desgracia, no tengo tiempo de complacerte ahora mismo. Y,
a decir verdad, prefiero que mis mujeres se resistan un poco más
Endureció la boca con
una mezcla de desdén y frustración, luchando contra el deseo de volver a besarla.
—
¿Nadie te ha enseñado que lo que se entrega tan fácilmente pierde mucho de su
atractivo
Angie sintió que la injusticia de la situación la golpeaba. No la creería si le dijera que
nunca se había comportado así con un hombre y además, ella no tenía por qué cargar
con toda la culpa de lo ocurrido. Había sido él quien había empezado, al besarla con tanta
destreza que se había derretido en sus brazos como la cera de una vela.
—¿He de suponer que tú te consideras del todo inocente?
Le lanzó, deseando abofetear
su arrogante rostro. Pero él debió de percibir su deseo, porque movió la cabeza y sus
pupilas se agrandaron hasta casi ocultar el iris
—Ni se te ocurra, cara
Le advirtió, la amenaza hizo que ella recuperara el sentido y se avergonzara. No pudo contestarle
porque, tras una última mirada de desdeñosa frustración, el hombre salió de la sala sin
decir una palabra más.
Angie se quedó parada hasta que oyó el sonido de ruedas sobre la gravilla. Se acercó a
la ventana a tiempo de ver a dos lujosos coches negros alejarse a toda velocidad. Frunció
el ceño, preguntándose de dónde habían salido y adónde iban.
Se alisó el pelo con las manos y volvió a la zona de recepción. Allí encontró a un hombre
regordete de mediana edad, que vestía un mono manchado de pintura y tenía una libreta
en la mano. Sonrió al verla llegar.
—¿Puedo ayudarlo?
Preguntó Angie, aunque su sexto sentido clamaba su error.
—Eso espero
Dijo el hombre con acento irlandés.
—Soy el pintor. He venido a medir.
¿Por dónde quiere que empiece?